lunes, 10 de septiembre de 2007

“El amor y La Soledad: un salto desde lo imaginario a lo simbólico” Parte II

HACIA LO SIMBÓLICO
Aquí hemos intentado hacer un esbozo de forma inversa, hemos empezado por el amor para redefinirlo a través de una característica constitucional que es la soledad de cada sujeto, eso que borramos de todos los modos, que no queremos ver porque nos remite a una soledad perpetua, que nos devora, que nos traga, en la que no somos absolutamente nada y en la que ni la nada misma nos puede remitir a algo. Hay para mí, dos vertientes de la soledad que debemos considerar.

Una, se remite a la soledad cuando se ubica esta como una experiencia puramente defensiva, aquí el olfato teórico es un poco reducido, pero en el campo clínico es donde destella con una luminosidad estrepitosa. De esto recuerdo que cierta paciente que llevaba ya unos cuantos meses de análisis y que se arreglaba mucho para salir a la calle, empezó a vestirse de sudadera los días entre semana y no se maquillaba más, obviamente con este aspecto se negó a seguir saliendo de su casa exceptuando ciertas urgencias y motivos insustituibles. Al ir indagando sobre la causa de este pavoneo en la máscara del seguir arreglándose, que no era otra cosa que evitar seguir saliendo a la calle, encuentra que gracias a un fracaso amoroso inicia todo como un proceso gradual, primero no se maquillaba el rostro, después pasa a no vestirse bien, y se sigue extinguiendo poco a poco en este rutilar que la lleva solamente hacia lo oscuro, hacia una soledad que le duele, pero que prefiere antes que volver a su vida normal. No cabe aquí describir siguientes sesiones donde encontramos que la paciente era remitida a una escena donde era el padre quien la frustraba y esto se constituía como lo intolerable y para lo cual ella respondía con aquella forma de verse, de vestirse, de sentirse y de vivirse: una soledad que no invocaba otra cosa que una defensa para evitar la incompletud a través de la frustración que el padre hacía en ella. Este tipo de respuesta es muy similar a la función de defensa del fantasma que describimos en frases anteriores, es lo imaginario que salva, que evita un encuentro con la falta en ser del sujeto.



Hay otra concepción de soledad que me atrevería a decir que es simbólica y que permite vivir al amor – no ya como algo meramente imaginario – sino como algo que puede seguir la vertiente de lo simbólico con la realización – término que debemos usar con extrema prudencia – que todo esto supone o permite. De esto podemos articular que un sujeto solo puede amar de manera simbólica, término que pensamos de manera totalmente nueva[1], desarraigado de sus invenciones imaginarias que le permiten vivir en cierto momento, pero que después no hacen más que estorbarle para llegar a un nivel de vida que podríamos denominar correcto.



Desde el principio estamos arrojados del sitio divino donde pudimos ser alguna vez, donde las tinieblas que nos circundaban eran lo bastante densas como para indicarnos cuál era el destino que nos esperaba y así seguíamos en un pervivir mítico donde éramos Uno con el que nos preexistía. Al principio era el Uno: éramos nosotros fusionados con nuestro primer amor, amor de antologías que intentamos buscar en un otro que apenas aparece detentando rasgos que no son otra cosa que los rasgos de ese Unario en esa estructura fantasmática que creamos desde los inicios. El hombre actual se rige por la búsqueda de ese mito que era en el principio, buscamos eternamente volver a ese lugar, a ese momento, a esa instancia que nos proporcionara una lumbre en las tinieblas; seguimos intentando volver a amar de esa forma donde no sabíamos ni quién éramos, donde estábamos agarrados del Otro absoluto y no habían ni miedos ni miserias.



Es de esta forma como seguimos buscando el amor enmarcado en el fantasma, en el enigma de lo indescifrable que se nos presenta como presentificación de algo que no es ya. No es un misterio, amamos de manera fantasmática. Vemos diariamente como sujetos entregan su vida, su dignidad, su autorespeto, su tiempo, sus explicaciones a un aparecido, a una persona que aparece no sé de dónde, pensando que esa persona es el amor de su vida, sacando de no sé dónde que el destino los tenía juntos antes de nacer como cierta película muy bella pero muy irreal[2] presenta.



Eso es amar con el fantasma: es colgar sobre el caballete de nuestra existencia un lienzo que pensamos que es nuestra alma misma y que no resulta ser otra cosa que un lienzo muy fino y muy blanco que se compra en la tienda especializada de la esquina. Eso es el amor fantasmático: es poder pensar que la persona que encontramos hace unos meses, o peor aún: hace unas semanas, es la persona inseparable de nuestra vida, es el infinito “hasta que la muerte los separe”. Eso es encajar a alguien en el fantasma creyendo que tiene todo lo que necesitamos para ser felices.



Pero el verdadero hombre es aquel que puede amar al otro desde su soledad, desde los recovecos de su alma, desde las penumbras que lo habitan desde el inicio de los tiempos. Aquel que ama de forma simbólica asume que su muerte está cerca y es un “hasta que la muerte los junte” lo que lo hace nacer cada día nuevamente y hace querer reconquistar a ese otro que significa un enigma intrincado para él. Esa justa muerte es la que lo impulsa a poder seguir viviendo con la consciencia plena de la finitud de la existencia, pero del intento de una eternización de un solo momento que significa el estar con el ser amado para después perderlo y tenerlo como siempre se lo ha tenido: perdido. El hombre y la mujer que han aprendido a verter en su soledad sus lágrimas divinas porque saben que la vida tiene límites, porque saben de alguna manera que la existencia no es ninguna completud, sino más bien un espacio donde podamos luchar por algo que no tenemos, son sujetos de verdad, son seres de otro planeta que nos enseñan diariamente que en el entramado de nuestra vida hay verdades irreductibles que debemos que enfrentar tarde o temprano y que la mejor manera de hacerlo no es con nuestro sufrimiento ni nuestros síntomas que nos dan la certeza de que somos alguien –nuestro mismo dolor –sino con una respuesta simbólica que nos remita a la carencia más grande de nuestro ser.



Esta escritura que se inventó Lacan del sujeto recorriendo el camino iluminado por Freud, pero llama que fue intentada apagar por sus mismos seguidores, es una forma fiel de lo que se alcanza en el recinto mágico de la soledad: $, un sujeto que ha sido partido en algún momento por separaciones que nunca podrá olvidar, pero que querrá olvidar de todas maneras. Es esa grieta la que se reconoce en la soledad y se sufre y se llora porque entendemos simbólicamente que la vida no es infinita, que esos cuentos del cielo y el infierno son solamente mentiras, porque va a existir un día en el cual ya no seamos lo que somos y simplemente dejemos de ser; son esas las lágrimas que nos toquen porque habrá nostalgias y habrá soledades perpetuas donde ya no estemos ni con nosotros mismos. Es ese abismo que nos recorre de principio a fin y que se descubre y se llora, como preparando la tumba, pero que también se disfruta y se aprovecha.



Aquí empieza una nueva existencia, no ya de la mano del fantasma, sino de la mano de una lucha sagrada por seguir adelante con el pleno conocimiento de que algún día todo habrá de acabar, pero que por eso haremos algo digno con nuestra existencia, algo que sea digno después de que partamos, algo que sea digno de ser mencionado por los que de nosotros se acuerden.Recuerdo que Lacan, en los años setenta, decía que el amor (la demanda de amor) parte de esa grieta que se encuentra desde el des – centro del Otro, él llamaba esa falta como el nombre de su seminario de aquel año: aun[3].



En la dialéctica de la relación del Otro con el sujeto se da una demanda de amor, es una forma de amor que se inserta en la complicada situación de esas dos instancias. Es de ahí, de ese encuentro simbólico con uno mismo, de esa soledad que nos hace construirnos como sujetos, que debe partir el amor. El amor no ya con un soporte fantasmático sino con una escenificación simbólica; saber que el otro no es eterno, que el amor no es para siempre, que las distancias que nos separen son insalvables, que “no hay relación sexual”[4], que en algunos terrenos no es posible el encuentro, que por eso el amor es tan parecido a la guerra, que nadie es propiedad del otro, que no hay cárceles posibles para el deseo, que deseamos y eso no es un pecado, eso basta... Lacan dice que “el amor pide amor. Lo pide sin cesar. Lo pide... aun. Aun es el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor”[5].



Esto solamente nos indica, de manera muy compleja por cierto, que el amor es un encuentro de dos faltas, aquí retomo la frase que me diría un amigo en una noche de tragos: el amor es un encuentro de dos faltas ($ ♦ $), de dos faltas que se articulen con la soledad, con el encuentro de uno mismo en las cuatro paredes de sus momentos más sagrados, en las cuatro paredes del dolor más fecundo de saber que a lo único que nos debemos es a nuestra muerte, en las sombras que originen las luces más tremendas, luces de la ciudad, dos faltas que se encuentren en un momento de la vida sin precedentes y acuerden de manera tácita compartir los momentos de la vida sin importar de qué naturaleza sean estos, dos seres que desde su nada se habiten a sí mismos y que después salgan a la vida con lo atroz y lo hermoso, dos sujetos que desde el abismo infranqueable que los separa construyan puentes con sus palabras y sus decires, con sus angustias y sus suspiros, con sus ganas y sus vidas como clavándose en una cruz, la cruz de los cielos para extinguirse sin regreso, creando instancias que los salven de esa muerte, de esa falta inextinguible pero sólo por esta noche...




[1] Digo esto porque no recuerdo el mismo término en algunos otros autores que he tenido la oportunidad de leer.

[2] Alusión a la cinta “Donde nos nacen los sueños”.

[3] LACAN, Jacques. El Seminario, Libro XX, Aun. Buenos Aires. Ediciones Paidós. 1981.[4]Ibid.[5] Ibid.

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